jueves, 8 de marzo de 2007

Cuando niños

En escenas que de niño mis ojos cautivaron quedaron flotando luces y difusas voces que en un simple silencio circundaron el momento. Voces de lejanos vendedores con sus canastos de frutos, ruidos de campanas que se perdían al borde de mis ojos anunciando la misa en el ocaso. Tardes donde el viento sacudía mi liviano pelo, mientras corría por entre los árboles de mi pasaje. Atardeceres en que esperaba ansioso que algún otro amigo fuera a buscarme para jugar y correr. El mundo era más simple cuando corría, la vida era más sencilla cuando sólo había juegos.
La tarde caía y a su llegada los juegos debían seguir. Los árboles servían para esconderse o de naves espaciales y sus frutos estaban allí para nosotros, sin requerir ningún título ni trabajo para merecerlos. Las oscuras calles eran el mejor estímulo para historias de miedo inventadas en la inocencia de la edad. Correr, saltar, reír, observar. La vida era sencilla, como simple era el sentir la brisa sucumbiendo ante amarillentos faroles que iniciaban su labor al oscurecer. En las copas de los árboles se respiraba libertad y protección. Una vieja plaza con un cañón de hierro fundido despertaba en nosotros las más misteriosas historias de piratas y soldados. Un escondite hecho con ramas ya cortadas, nos hacía fantasear con otros mundos, con otros seres allá afuera que esperaban nuestro asomo para atacarnos. Huíamos de nuestras propias fantasías, creábamos espacios y los deshacíamos cuando quisiéramos, todo el miedo y el misterio.

Ahora ya no somos niños, no podemos volver a sentirnos tan livianos porque asumimos otros roles, los que nos imponen. No podemos cerrar y abrir los ojos para descartar que las sombras son monstruos porque de verdad que lo son, ni deshacer una historia porque ya no están inventadas, están asumidas en la realidad.

Sólo hay algo que nos identifica como adultos: “buscamos ser felices pero llenándonos de angustias”.